Intersticios by Elmer J. Hernández

Intersticios by Elmer J. Hernández

autor:Elmer J. Hernández [Hernández, Elmer J.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: literatura colombiana, cuentos en español, ficción, colombian literature, short stories in spanish, fiction
editor: eLibros Editorial
publicado: 2011-06-21T00:00:00+00:00


En búsqueda del día

I

Las rosas cayeron sobre los adoquines del parque y en un sobresalto Simón despertó. Desconcertado miró alrededor, y luego, más sereno, murmuró frases de gozo porque había llegado al término de la espera: todo indicaba que era domingo. Con ansiedad observó el reloj de la Catedral y en mitad de una risa perpleja comprendió que había dormido la tarde entera, lo que le provocó la angustia en una nueva oleada de dicha porque iban a ser las seis. Después, y aún con restos de impaciencia en las manos, se dispuso a despachar lo que consideró los últimos diez minutos en la eternidad de esos doce meses.

Mientras recogía las rosas recordó que un año atrás, en la tarde de la partida, también el sueño lo había sorprendido en ese banco, pero entonces acometido por el llanto y el insólito deseo de imprecar a quienes pasaron frente a su tormento. Rio incrédulo y aún así carente de una buena explicación porque tampoco ahora podía descifrar el acertijo que Graciela se llevó en la punta de los dedos y que desde un principio, según su entender, hizo que la nostalgia se pareciera a todas las cosas.

“Graciela vendrá”, quiso confesarle la noche al caer. En ese instante se oyeron las campanas y el reloj marcó las seis. Era la hora convenida. Simón escuchó un delicado juego de tacones que se acercaba al banco. A pesar de la zozobra se dio cuenta que su corazón percutía como un tambor de guerra. Volando se acomodó el cuello de la camisa, se alisó las mangas y recompuso de cualquier manera el ramo de rosas mientras intentaba fabricar una sonrisa de bienvenida. Sin embargo, y porque alcanzó a intuir el desatino de aquel acto tardío, anticipándose al ridículo que suscitaría ante los ojos mansos de Graciela, optó por simular una indiferencia simple, contemplando los globos perdidos hacia el cielo y olvidados por los niños en el desencanto de la última mirada.

En la inmovilidad, Simón se concibió como un mundo al borde del colapso y, no obstante, a la expectativa, pero no tuvo que aguardar mucho porque esa mujer presurosa por llegar con las campanas que invocaban el comienzo de los misterios, esa mujer que movía los labios al ritmo uniforme de su propio delirio, la misma mujer de zapatos altos y de luto cerrado que al pasar le sacudió la vida apenas de un hilo pendida, no era Graciela. Confundido la siguió con los ojos hasta que desapareció en el interior de la Catedral. Simón se sintió morir al palparle el rostro a la soledad de siempre. Maldijo en silencio. Recostado al espaldar del banco miró de lado a lado del parque y reconoció que lo único existente era él, entre el desamparo de los faroles rotos y la vaharada de la fuente cubierta de basura. De alguna parte surgió un perro cojo. Simón lo vio arrimarse, husmearle desconfiado los pantalones y encararlo con cierta suficiencia de par. El perro dio media vuelta y fue



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